HOMENAJE A LA SERIE B
Por Eduardo Chinasky
Hace ya treinta y un años que Jim Sharman dirigió The Rocky Horror Picture Show, musical difícil de olvidar, que retoma esquemas del cine de terror y de la ciencia ficción para darles una vuelta de tuerca paródica e insólita, y que ha producido algunos momentos indelebles en la retina de los espectadores.Desde el momento de su estreno, este film de presupuesto bastante mayor que el de las películas en las cuales se inspiró –y cult movie donde las haya– despertó pasiones en las salas, hasta el punto de hacer que los espectadores corearan las letras de las canciones al ritmo de stripteases colectivos. La música rock es el contrapunto ideal para las libertades y desenfrenos de los personajes creados por Richard O'Brien y Jim Sharman; Brad Majors (Barry Bostwick), Janet Weiss (una genial Susan Sarandon), y sobre todo, el Doctor Frank, el dulce travesti de la transexual Transilvania (Tim Curry). Las transiciones entre los números musicales están trufadas de diálogos hilarantes que puntean los primeros compases de la siguiente transgresión. De la felicidad más almibarada, la pareja protagonista pasa, por una casualidad, por un azar de carretera, a dar con el castillo de locos que es la casa del travesti. Los inevitables truenos y relámpagos conectan la llegada de los incautos –entre nubes de niebla, como antaño les ocurriera a otros con el castillo de Drácula– con el nuevo e insólito mundo que les espera en el interior.El desenfreno y la ausencia de límites marcan la vida de Frank y sus secuaces, en escenas que constituyen un popurri de todos los temas y personajes favoritos de la serie B: el vampirismo alienígena se alía con el científico chiflado y el travestismo (como si las dos películas de Ed Wood, Glen o Glenda / Glen or Glenda, 1953; y Plan 9 / Plan 9 from Outer Space, 1959; se hubieran apareado en el laboratorio del Dr. Frank). Los ingenuos y bobalicones personajes de Brad y Janet –la típica pareja americana, inevitable protagonista de películas más convencionales–, se verá arrastrada por la vorágine y enfrentada a sus instintos. La seducción de ese nuevo ambiente actuará más deprisa en Janet, aunque ambos personajes se ven avasallados y abocados a cometer tropelías que les resultarán menos desagradables de lo que hubieran podido imaginar. La perversión de la pareja por los habitantes del viejo caserón gótico comienza con el ritmo frenético de esos fanáticos del baile que son los transilvanos. Entre ellos podemos encontrar al mismísimo guionista, Richard O'Brien, encarnando a Riff Raff, un remedo del archiconocido Igor.Resulta sorprendente constatar que los actores son los mismos de las escenas iniciales que tenían lugar ante la iglesia, sólo que ahora aparecen caracterizados para unos papeles que están en las antípodas de lo convencional y lo cotidiano, de lo ya visto, con que comenzaba el film. La sexualidad abierta de los personajes del castillo emparenta, por ejemplo, a Magenta y Columbia con las novias de Drácula, sólo que desprovistas de su antiguo glamour y convertidas en starlettes de Broadway. La ciencia ficción, presente en el tema de la creación de un ser por un científico que rebasa los límites impuestos, se tiñe de parodia al mostrarse la creación de un hombre a la medida y gustos de Frank, que le regala como primicia un juego de pesas envueltas en celofán. La traición y los celos serán ingredientes que vengan a animar la parte central de la película, que ofrece un final salpicado de apoteosis escénicas, de atuendos de otras galaxias, sin faltar una criatura (Rocky Horror) que se comporta con el travesti como King Kong con su amada Fay Wray, nada menos que en la torre de la RKO, y dando alaridos de Tarzán.De esta manera, aun cuando los títulos de crédito nieguen cualquier semejanza con personajes reales, vivos o muertos, es imposible obviar las referencias a Ed Wood, en temas y estética, especialmente en las escenas finales de The Rocky Horror Picture Show.
Hace ya treinta y un años que Jim Sharman dirigió The Rocky Horror Picture Show, musical difícil de olvidar, que retoma esquemas del cine de terror y de la ciencia ficción para darles una vuelta de tuerca paródica e insólita, y que ha producido algunos momentos indelebles en la retina de los espectadores.Desde el momento de su estreno, este film de presupuesto bastante mayor que el de las películas en las cuales se inspiró –y cult movie donde las haya– despertó pasiones en las salas, hasta el punto de hacer que los espectadores corearan las letras de las canciones al ritmo de stripteases colectivos. La música rock es el contrapunto ideal para las libertades y desenfrenos de los personajes creados por Richard O'Brien y Jim Sharman; Brad Majors (Barry Bostwick), Janet Weiss (una genial Susan Sarandon), y sobre todo, el Doctor Frank, el dulce travesti de la transexual Transilvania (Tim Curry). Las transiciones entre los números musicales están trufadas de diálogos hilarantes que puntean los primeros compases de la siguiente transgresión. De la felicidad más almibarada, la pareja protagonista pasa, por una casualidad, por un azar de carretera, a dar con el castillo de locos que es la casa del travesti. Los inevitables truenos y relámpagos conectan la llegada de los incautos –entre nubes de niebla, como antaño les ocurriera a otros con el castillo de Drácula– con el nuevo e insólito mundo que les espera en el interior.El desenfreno y la ausencia de límites marcan la vida de Frank y sus secuaces, en escenas que constituyen un popurri de todos los temas y personajes favoritos de la serie B: el vampirismo alienígena se alía con el científico chiflado y el travestismo (como si las dos películas de Ed Wood, Glen o Glenda / Glen or Glenda, 1953; y Plan 9 / Plan 9 from Outer Space, 1959; se hubieran apareado en el laboratorio del Dr. Frank). Los ingenuos y bobalicones personajes de Brad y Janet –la típica pareja americana, inevitable protagonista de películas más convencionales–, se verá arrastrada por la vorágine y enfrentada a sus instintos. La seducción de ese nuevo ambiente actuará más deprisa en Janet, aunque ambos personajes se ven avasallados y abocados a cometer tropelías que les resultarán menos desagradables de lo que hubieran podido imaginar. La perversión de la pareja por los habitantes del viejo caserón gótico comienza con el ritmo frenético de esos fanáticos del baile que son los transilvanos. Entre ellos podemos encontrar al mismísimo guionista, Richard O'Brien, encarnando a Riff Raff, un remedo del archiconocido Igor.Resulta sorprendente constatar que los actores son los mismos de las escenas iniciales que tenían lugar ante la iglesia, sólo que ahora aparecen caracterizados para unos papeles que están en las antípodas de lo convencional y lo cotidiano, de lo ya visto, con que comenzaba el film. La sexualidad abierta de los personajes del castillo emparenta, por ejemplo, a Magenta y Columbia con las novias de Drácula, sólo que desprovistas de su antiguo glamour y convertidas en starlettes de Broadway. La ciencia ficción, presente en el tema de la creación de un ser por un científico que rebasa los límites impuestos, se tiñe de parodia al mostrarse la creación de un hombre a la medida y gustos de Frank, que le regala como primicia un juego de pesas envueltas en celofán. La traición y los celos serán ingredientes que vengan a animar la parte central de la película, que ofrece un final salpicado de apoteosis escénicas, de atuendos de otras galaxias, sin faltar una criatura (Rocky Horror) que se comporta con el travesti como King Kong con su amada Fay Wray, nada menos que en la torre de la RKO, y dando alaridos de Tarzán.De esta manera, aun cuando los títulos de crédito nieguen cualquier semejanza con personajes reales, vivos o muertos, es imposible obviar las referencias a Ed Wood, en temas y estética, especialmente en las escenas finales de The Rocky Horror Picture Show.
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